Hace medio siglo la fuimos a buscar al aeropuerto mi padre, mi madre, mis hermanos y yo. Dieciocho meses antes había nacido en la ciudad de Nueva York. Su madre abandonó a mi tío, dejándole con los tres bebés. Mari era la más pequeña.

La promesa
Cada día Mari me prepara varias tazas de café.
Hace medio siglo la fuimos a buscar al aeropuerto mi padre, mi madre, mis hermanos y yo. Dieciocho meses antes había nacido en la ciudad de Nueva York. Su madre abandonó a mi tío, dejándole con los tres bebés. Mari era la más pequeña.
Vea entrevista realizada por Anamín Santiago a Marilyn, oprima enlace:
https://www.facebook.com/anamin.santiago.9/videos/1122101141199292/
Yo había tenido la oportunidad de conocerla en la gran urbe. Ella, de unos ocho meses, estaba en la cuna riendo con el padre. La bebé saludó con sus grandes ojos carbón. Desde ese primer instante fue todo cariños para mí. No imaginé en aquel momento que menos de un año más tarde entraría como miembro del núcleo íntimo familiar.
Llegó producto de la imposibilidad del padre para atender él solo a los tres niños y la ansiedad de mami por una hija. Todos éramos varones. Diez años antes, siendo el trío de mosqueteros aún infantes, la familia había tratado de adoptar una niña. Llegó a vivir con nosotros una bebita y pasados siete meses, cuando estaban casi formalizados los documentos de adopción y todos estábamos encariñados con la criatura, la madre biológica se arrepintió en el último momento. Demás está decir que la sensación de vacío no fue solo de mamá.
Mari arribó al aeropuerto en brazos de la aeromoza, lloraba histérica por el susto de la soledad. La cariñosa mujer dijo que así había estado durante todo el viaje de cuatro horas. La tomó mi madre pero el llanto continuó. Así ocurrió al tomarla papá, los hermanos adolescentes y otros familiares. Al llegar a mí se tranquilizó de súbito. Me miraba con ojos risueños, anegados en lágrimas. Nunca supe si se calmó al saberse con quien no la abandonaría jamás o simplemente por estar cansada de llorar. No conoció a su dos hermanos biológicos, quienes fallecieron en fríos centros de cuido del gobierno de la ciudad varios años después.
Para la época en que murió mi madre dieciocho años más tarde había aprendido muchos oficios en la escuela especial Nilmar. Las asignaturas de cocina, lavandería, cerámica y otras artes manuales hicieron de Mari una excelente ama de casa. Producto de todo ello es el buen café que disfruto a lo largo de cada día.
A la edad en que la mayoría de las personas han cambiado y son adultos, hacen vida independiente, se casan y tienen hijos, ella sigue coloreando cuadernos y realizando juegos infantiles. Mis hijos, a lo largo de varios matrimonios, siempre la tuvieron como compañera de diversión y cuidado. El ciclo se repitió en la siguiente generación con mis nietos. Disfruta su niñez estancada y regala a todos su sonrisa perenne, aunque se percibe la angustia de no poder leer los trabajos de su hermano escritor. Los escruta en sus manos cuando salen impresos.
A quienes no le conocen les es difícil percatarse de su condición especial, debido a su gran madurez emocional enmarcada en locuacidad y carisma. Establece temas imposibles y más de una vez la han tomado por dotada. Quizás se deba a que es la primera en escuchar los textos de su hermano recién salidos de la máquina o por su participación en reuniones de compañeros sindicalistas, de agricultores o de escritores. Menciona a menudo la “revista del cantante”, por la peculiar foto en la que aparecía el líder sindical Luis Lausell Hernández hablando ante un micrófono a las multitudes. Cuando mami nos ayudaba en la compaginación a mano de aquella tercera edición de Pensamiento Crítico en abril de 1978, decía cuando se le terminaba el pliego que exhibía la foto:
—¡Más páginas del cantante! —El entonces presidente de la Unión de la Industria Eléctrica le parecía un trovador, y eso se quedó grabado en la mente de la niña, para aquel tiempo en sus cronológicos dieciséis. Fue en esa época que conoció a compañeros y amigos como Juan Mari Brás, Antonio Cabán Vale (El Topo) y Juan Antonio Corretger, a los que siguió saludando después como buenos hijos de vecino.
Durante los años en que vivimos en mi pueblo de Canóvanas se desempeñó en distintos oficios en el pequeño negocio de gasolina y colmado, lo que le permitía decir con orgullo:
—¡Tengo treinta años de experiencia!
En ocasiones le observé, preocupado por lo mucho que tardaba cuando realizaba alguna gestión en el banco, la colecturía o en algún otro lugar. Y era que a cada paso alguien le detenía para hablarle, fuera hombre o mujer, chico o viejo, sobre distintos temas, ya que establecía relaciones de amistad de mucha solidez. Ello se constituyó en su red de seguridad y apoyo en el pueblo. Mirarla era como ver a una hormiguita de paso ágil que se detiene cuando se topa en su camino a otra de su género. Muchas veces me encuentro con antiguos conocidos que me saludan y les he olvidado, es Mari la que me hace consciente de quién se trata. También señala la ruta correcta hacia distintos destinos, rutas que no pocas veces extravío por mi proverbial despiste.
En su lecho de muerte hice a mi madre el juramento de protegerla siempre. Soy de una estirpe antigua, de los que jamás faltan a una promesa.
(Tomado del libro de ángel m. agosto “Rutina rota“.)