
Por Leila Andreu
Ayer, 19 de enero, fue el natalicio de Diana Cuevas Ramírez. Sin ella yo no existiría ni hubiera sido lo que soy hoy. Hubiera cumplido 95 años. Lo más duro ha sido perder la oportunidad de comentar con ella sobre lo que está pasando en el país, contarle lo que he hecho y mis problemas. Los problemas después se hacían chiquitos y ella siempre hacía algo o encontraba algo que me ayudaba. Aprendí de chiquita a tener cuidado con lo que le decía porque si ella entendía que se había cometido una injusticia conmigo, allá iba ella a reclamarle a quien fuera. Así hubo varias visitas a las monjas y otras escuelas.
Ella siempre se preocupaba por mí y esa preocupación muchas veces me sacaba de quicio porque no había manera de satisfacerla y quitársela. Sé que estaba orgullosa de mí porque pasé muchas vergüenzas cuando iba por el vecindario contando lo que yo hacía. Después que me había mudado de casa, una vez la acompañé al colmado y la lavandería que quedaban a una cuadra de casa y le dijo a todos “esta es mi hija, de la que te conté” y yo me quería morir.

Sé que al final del camino ella se reconcilió con la idea de que yo estaba y estaría bien porque, para sorpresa mía, me lo había dejado escrito. Recuerdo que un día que discutimos y estaba agitada por culpa de la terrible enfermedad del alemán que nos acompañaba y que le arrebató su vida, le dí unos papeles para que escribiera porque siempre le daba paz. Después, más contenta, me dijo que me dejaba una carta para que la leyera después. Esa carta me sorprendió cuando la encontré en su mesita de noche después que murió y decía que ya ella no se preocupaba por mí porque veía que yo podía lidiar con los problemas de la vida. Lo que quería y consideraba necesario era que yo pudiera hacer mi vida y trabajar sin tener que cuidarla, porque consideraba injusto que yo la estuviera cuidando todo el tiempo. Me pedía que le consiguiera un hogar para ancianos que fuera bueno y daba unas sugerencias específicas de sitios con nombre. Ella siempre fue tan sabia, aún con Alzheimer avanzado. Habíamos hablado de buscarle ese sitio idóneo, y yo había empezado su búsqueda, pero no se dió a tiempo, primero por falta de dinero y luego por varias complicaciones, como su caída y cirugía.
Nunca pensé que yo me parecía a ella porque de niña todo el mundo decía que me parecía a mí papá, hasta que un día vi en casa de mi abuela su retrato de una niña y pensé que alguien le había dado una foto mía que yo nunca había visto. Ella tenía como 12-15 años en esa foto. La original era en blanco y negro, por supuesto. La restauré un poquito y le di color. Esos ojos eran los mismos míos que luego en ella fueron más almendrados y yo me quedé igual. Cosas de la genética.