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Magaly García Ramis: En sus bocas quedo

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Se trata de la vida al azar, de la vida escondida, de la vida pública, de la imagen, de lo que imaginamos, de las leyendas que inventamos, de los rumores que siempre se suceden tras la gente famosa, del cine en Puerto Rico

Pedro Zervigón

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Como homenaje a mi querida amiga Magaly García Ramis que cumple años este miércoles 20 de septiembre, reproduzco su excelente ensayo Marta Romero: “en sus bocas quedo” publicado en 80 Grados el 5 de diciembre de 2014. Así rindo también homenaje a otra amiga muy querida, Marta Romero.

Presentación del libro “Yo quiero que me olviden, la historia de Marta Romero”, de Víctor Federico Torres, leída el 21 de noviembre del 2014 en la Casa Cultural Ruth Hernández de Río Piedras.

“Se trata de la vida al azar, de la vida escondida, de la vida pública, de la imagen, de lo que imaginamos, de las leyendas que inventamos, de los rumores que siempre se suceden tras la gente famosa, del cine en Puerto Rico, de la televisión en Puerto Rico, de la radio en Puerto Rico, del Teatro en Puerto Rico; del amor y los desamores, de los hijos y las ilusiones, del país en los 1930, en los 1940, en los 1950 y 60 y 70 y 80 y hasta nuestros días; se trata de la vida biografiada de un mujer querida por el que la cuenta, se trata de una investigación exhaustiva pero que no deja exhausto al lector, se trata de Ponce y Santurce, Río Piedras y San Juan, Isabela y Puerto Nuevo y Nueva York y México y las maquetas de cines y los vestidos ceñidos y las lentejuelas y las luces de neón y el maquillaje de ensueño. Se trata también de los golpes recibidos, de las intrigas y las infamias y la envidia y las noches de ronda, de los boleros y las lágrimas y la Copa Rota; de las mangas tres cuartos para tapar cicatrices, de la bohemia espontánea de actores y músicos asalariados, de las luchas sindicales; de encontrar a Jesús en un culto castigador y luego hallarlo sonriendo en una iglesia con espacio para volver a ser uno mismo. Y se trata de una vida como mural de Diego Rivera: con todo el mundo presente y ella allí desde pequeña con: madre, padre, hermanos, dandy hacendado, hijo ilegítimo, sargento maltratante, productores de radio, audiencias delirantes, festivales de teatro, orquídeas de plástico y rosales de verdad, amigas del alma, cancioneros y cantantes, amores mayores y amores menores, y un “quién es quién” que no cabe en una página: Sylvia Rexach, Felipe “La voz” Rodríguez, Myrta Silva, Ricardo Palmerola, Mona Marti, Lucy Boscana, Madeline Willemsen, Chavito Marrero, Paco Arriví, Angelina Morfi, Ricardo Alegría, Piri Fernández de Lewis, Tommy Muñiz, Luis Rafael Sánchez, Leopoldo Santiago Lavandero, Antonio Martorell, Dean Zayas, Pao Cabrera….¿quién de la cultura y el espectáculo, no conoció, trabajó con, miró, marchó junto a o deseó intensamente a Marta Romero a lo largo de alguna de esas décadas? ¿De dónde salió esa muchacha, dónde y cómo aprendió a cantar estupendamente, a actuar con tanto talento, a presentarse en programas de televisión con ese donaire y cómo de pronto fue la mujer que representaba todo un país, la “Reina de Puerto Rico”, el primer símbolo sexual de esta isla?”

Algo de todo esto es lo que intenta contarnos Víctor Federico Torres en esta biografía que es a un mismo tiempo un formidable texto histórico, un homenaje a la actriz y cantante que fue Marta y una declaración de amor de un hombre obsesionado con ella pero incapaz de hacerle daño como otros le hicieron.

Desde el inicio el autor señala que, como en la de todos nosotros, hay misterios en la vida de Marta Romero que nadie va a poder descifrar, fechas que no concuerdan, datos que ella misma omite o esconde; pero nada de eso impide que podamos sentarnos cómodamente a ver pasar ante nosotros esta historia de vida como si fuera un documental, ciertamente en blanco y negro para mejor resaltar su hermosura -que es uno de los factores que a fuerza hay que puntualizar para entender su carrera artística- y las pasiones que son el eje dramático de esta puesta en escena.Marta Romero nace en Ponce al filo de la Gran Depresión que azotó al planeta entre las dos guerras mundiales y desde pequeña vivió el maltrato hogareño del que fue víctima su madre mientras convivió con su marido, y ella y sus hermanos, en menor grado. Decidida desde niña a ser parte del mundo del espectáculo, cantaba, bailaba y participaba de las obritas de teatro de su escuela primaria. Un poquito más grande, se cambia el nombre de pila: María Esther, por “Marta” pero se dejará siempre el apellido de ilegítima con que fue inscrita, el “Romero” de su madre, renunciando al Arocho de su padre cuando este al fin comienza a dárselo a su numerosa prole. Marta Romero es nombre “artístico y más pegajoso”, acota el autor, y señala que es a tono con la modernidad que ella y otras mujeres buscaran cambiar los nombres tradicionales por unos que les suenen más novedosos y ágiles. La metamorfosis de Marta comienza entonces y continuará a lo largo de toda su vida.

Aunque se inició como muchos otros en el mundo artístico cantando en programas de radio para aficionados, Marta entrará de lleno a la farándula gracias a un golpe de suerte que entronca con la vida paralela de otra gran cantante ponceña: Ruth Fernández, solista de la famosa banda de Mingo and his Whopee Kids , se retira para irse a estudiar y Marta entra como suplente, a los 16 años, a foguearse con un grupo famoso y talentoso. Es el 1944, están en medio de la II Guerra Mundial y tocan lo mismo en casinos y clubes que en campamentos de soldados; Marta descubre, entonces, qué es lo que quiere de la vida: dedicarse al espectáculo.

Pero también quiere, como todos los jóvenes del mundo, un amor que le apasione. Está a punto de terminar su escuela superior cuando aparece en su camino el primero de muchos hombres que se disputarán el corazón de esta mujer. Desde ya Marta es impresionantemente bella y un playboy ponceño, rico, de las familias que apodaban entonces de “mulatos ilustrados” la enamora y la ronda en su carro de lujo. A escondidas de su estricta familia, Marta se ve con él no sin sentir un poco de vergüenza pues, subía al coche de lujo en sus palabras: “con aquel trajecito que se me moría encima”. Abandona la escuela sin poder graduarse para irse a vivir a la casa que él le monta y tener su primer hijo a los 18 años.

Así comienza su vida adulta, su sacudida emocional, haciendo, verdaderamente, lo que le da la gana. El autor no lo dice en esas palabras, pero a lo largo de esta biografía nos irá mostrando que antes que nada, Marta fue una mujer absolutamente independiente –además de independentista en sus orígenes– que en el plano profesional así como en el personal, siguió lo que le dictaban su conciencia y su corazón, que parecería siempre estuvieron de acuerdo. En el plano emocional, aunque se equivocó muchas veces, se fue con quienes quiso sucesivamente: un militar opresivo y obsesivo que ella creyó le brindaría seguridad, un cantante celoso y maltratante, un sanjuanero de abolengo y buen corazón, un joven a quien le llevaba casi 20 años, un empresario español generoso y espléndido, un líder político conflictivo, un médico enamorado con quien compartió un cuarto de siglo. La vida personal de Marta se irá entrelazando entre sus profesiones y sus amores de una manera tal, que si no fuera porque todo lo que aquí se presenta está rigurosamente documentado, uno creería que se trata del libreto de un melodrama cinematográfico de los años ’40.

Y sin embargo, no hay melodrama en su desarrollo profesional. Víctor Federico Torres, en este documental apalabrado, nos va ofreciendo una panorámica que cruza lustros y decenios, de la trayectoria de Marta y su ascenso vertiginoso a la cumbre del estrellato boricua.

Son tantos y tantos los logros de esta mujer, que tiene razón el autor en recordarnos cada cierto tiempo que no es posible comprender por qué no se le reconoce históricamente como alguien fuera de serie en el entorno artístico puertorriqueño. Con una sencillez que esconde la rigurosa investigación que llevó a cabo por años, Torres narra desde los inicios de la carrera de Marta una vez establecida en el Área Metropolitana hasta el cenit de su fama. Dos hechos señalados en esta biografía establecen la preponderancia de esta mujer sobre casi cualquier otro actor o actriz puertorriqueña. Cuando estrena Maruja en 1959, película que le consagró en la gran pantalla cuando ya había logrado reconocimiento como cantante y actriz en radio y televisión, la gala première en el cine Matienzo se transmitió en vivo por el Canal 2, “una primicia (en Puerto Rico) en la transmisión remota de un programa en vivo”, asegura Torres. Y cuando debuta como actriz de las tablas en 1960 en En el principio la noche era serena, de Gerard Paul Marín, Columbia Pictures, distribuidora de Maruja, publica un anuncio en el periódico El Mundo donde informa que esta “máxima estrella” del cine boricua “hace su debut teatral” y pone un cartel similar a la entrada del Teatro Tapia, donde se escenifica la obra. No creo que a ninguna otra actriz del patio se le haya celebrado así su debut.

Junto con estos datos sustentados con la evidencia de innumerables fotos de Marta Romero ensayando, actuando, cantando; de los carteles de sus obras y filmes tanto en Puerto Rico como en México, de los anuncios de sus giras por la isla y por Estados Unidos, de las entrevistas en diarios y revistas, esta biografía incorpora un rico caudal de entrevistas hechas a todo el mundo que quiso conversar con el autor. Actores, cantantes, dramaturgos, parientes, compañeros de trabajo, sirvientes, vecinos, amigos y colaboradores de Marta ofrecen anécdotas y estampas de su vida cotidiana, de sus alegrías y sus miedos, de sus inseguridades y de sus logros y fortalezas, lo que permite que esta historia de vida no sea una acartonada y basada solo en cifras, fechas e interpretaciones mustias.

Gracias a este recurso, la Marta que comenzamos a conocer y de la que nos vamos enamorando según pasamos las páginas resulta una mujer de carne y hueso, fascinante. Así iremos conociendo su capacidad descomunal de trabajo (en una ocasión mientras filmaba una película, salía en una telenovela en vivo a diario de lunes a viernes y hacía dos shows musicales por noche en fines de semana); su solidaridad con el gremio artístico (fue miembro de la junta de APATE, participó en huelgas y manifestaciones y fue arrestada y llevada en la perrera a la corte junto a otros 41 compañeros); su disposición para ayudar a sus amigos económica y emocionalmente cada vez que hiciera falta y sus hábitos y manías (era extremadamente pulcra en su casa y con su persona, le gustaba cocinar y aprender a hacer platos nuevos, le obsequiaba regalos caros a sus amigos cuando tenía los medios, nunca invirtió ni guardó dinero para su futuro) nos muestran de qué estaba hecha esta mujer. Sus compañeros de teatro hablan de su disciplina, de su intachable dicción, de su memoria prodigiosa que le permitía memorizar tres libretos a la vez, de su sencillez, de su natural sensualidad: “coqueteaba hasta con los perros” dicen, de su concepto de la dignidad de todos los componentes del mundo teatral incluyendo los técnicos y tramoyistas, de que ni aún siendo la más famosa actriz tenia ínfulas, a menos que alguien, a propósito, se le cruzara en el camino y la ofendiera.

Imposible pasar estas páginas, además, y no sentir que nos trasladamos a otros tiempos. En la década del ’50, en Santurce, por ejemplo, los pichones de cantantes y actores al salir de las estaciones de radio deambulan entre el Café Palace, El Nilo y la sucursal de La Bombonera que hay en la parada 18. Allí se reúnen los músicos como Wisón Torres, fundador de Los Hispanos, Tuti Umpierre, Myrta Silva, Bobby Capó, Carmen Delia Dipiní y Sylvia Rexach, quien llegará a hermanarse con Marta de una manera muy especial. Para entonces a Marta la anunciaban como “Martita Romero, la Voz que Deleita” y cantaba en los clubes nocturnos, ente ellos el legendario Voodoo Room del Normandie, en los tiempos de Félix Benítez Rexach.Su vida profesional, nos explica el autor, osciló siempre entre la música y la actuación, pero en ambos campos tuvo la suerte de que su talento era extraordinario y le ganó el favor de la crítica y el de miles de fanáticos. De nuevo, la información que brinda el autor, aparte de certera, es reveladora por lo que apunta de la vida cultural de Puerto Rico en esos tiempos. Los comentarios de sus logros teatrales, por ejemplo, salen de la pluma de escritores como Juan Martínez Capó, Enrique Laguerre o Emilio Belaval. Y el repertorio de obras en las que actúa son escritas por Paco Arriví, Gerald Paul Marín o un joven Luis Rafael Sánchez. Mientras, en el plano musical, arrebata a la gente en cocktail lounges íntimos y a media luz cantando boleros de Sylvia Rexach, Ketty Cabán o Myrta Silva.

Sus éxitos fuera de Puerto Rico también fueron celebrados acá: las películas que filmó en México junto a actores como Cantinflas, Pedro Armendáriz o Julio Alemán; las veces que cantó en Chicago o llenó teatros en Nueva York, incluso cantando con su para entonces odiado exmarido Felipe “La Voz” Rodríguez.

Otra virtud de esta biografía es que los episodios de tragedias personales de la biografiada se elaboran como lo que fueron: episodios trágicos y no como excusas para darle rienda suelta al morbo. Marta, así como tuvo grandes logros, tuvo profundas heridas emocionales: intentos de suicidio; la imposibilidad de asistir al sepelio de su madre, a quien tanto veneraba y a la que le escribió poemas y poemas que nunca publicó; divorcios y maltratos de maridos y exmaridos obsesivos; el hijo mayor perdiendo la vista de un ojo por un accidente absurdo; el segundo enviado a Vietnam y vuelto con trastornos, la única hija, rebelde y distanciada, muerta en circunstancias extrañas y, durante toda su vida, encarar rechazos y rumores por sus relaciones sentimentales.

Yo no sé cómo, o en qué capítulo, de pronto uno está del lado de ella no importa qué este haciendo -y eso incluye su conversión al cristianismo fundamentalista, que acaece cuando ya le han echado de lado porque la oferta teatral se ha limitado muchísimo en el país y porque las telenovelas son enlatadas y casi cesan de producirse aquí. Como en un melodrama de los ’40, dijimos al principio, así, la vida de la actriz-que-ya-nadie-procura se repite en la vida real de Marta Romero. Y como sucede con muchos performeros de hoy día, el vacío que siente la gente del espectáculo cuando se apagan los aplausos y las luces, cuando calla la música y baja el telón, la oquedad que viven solo la puede llenar algo intenso y obsesivo. Algunos logran reinventarse, otros caerán en la droga o el alcohol, y aun otros, en los cultos y religiones, en Dianetics o New Age, en Yoga mirando el sol salir en el Morro o en alguna escuela bíblica descubriendo en la intensidad de la fe lo que antes le proveía la audiencia.

A mediados de los 70, divorciada de un marido que amaba, sin medios para subsistir, comenzó a asistir a una iglesia pentecostal y eso llenó su vida de tal manera, que se rehizo en otra Marta, llegando, inclusive, a abandonar el cuidado esmerado de su cabello, adoptando ese vestir sin gracia y el pelo largo amarrado que le dan una imagen austera a las mujeres de esas sectas. Pero ella, se sentía feliz. Afortunadamente, le tocó, al fin una pareja duradera, un médico con el que estuvo casada 25 años de su vida, y, de paso, el traslado a una iglesia protestante más tolerante del derecho de las mujeres a verse atractivas según la sociedad en que vivan. Siguió siendo misionera y llevando su apostolado, pero pudo balancear de nuevo una vida pública, política y social, y una vida religiosa.

Al final esta biografía comienza a halarnos por las tripas del corazón, porque muere su marido y los hijos del anterior matrimonio de él ni la mencionan en la esquela, de tanto que la rechazaban; porque ella comienza a sufrir de demencia senil y viaja en auto de Isabela a San Juan y luego, llama asustada a alguna amiga porque no sabe regresar a donde vive; porque su hijo la recluye en un hogar cerca de donde él vive, para cuidarla, pero ella, aun un poco sensata, quiere desesperadamente regresar a su casa y sus cosas; porque el autor ha tratado, infructuosamente hace años, de que ella dé su testimonio para esta biografía pero ya es muy tarde; porque en algún momento ella dijo “yo quiero que me olviden” y cuando murió, su familia lo consiguió al no decirlo hasta casi una semana después, cuando Marta era cenizas y el pueblo no pudo hacerle honras fúnebres; porque esta extraordinaria mujer hace par de generaciones está olvidada, porque gracias a esta magnífica biografía ahora la conocemos de verdad pero no sabemos a dónde ir a ponerle flores. Entonces recordé que alguien contó que un día, sabiendo que todo el mundo hablaba de ella lo bueno y lo malo, al retirarse de un grupo dijo “en sus bocas quedo” y esa frase me supo bien. Si alguna vez afirmó que quería el olvido, en otra señaló que sabía que no le olvidaríamos. Víctor Federico Torres se ha encargado, con creces, de que Marta Romero quede en nuestras bocas y en nuestros corazones a través de esta biografía que sienta cátedra en Puerto Rico por su contenido y por su cuidada narrativa. Gracias, Víctor, por convertir una obsesión en este texto entrañable. Ojalá Marta Romero ahora quede, de nuevo, en boca de todos.”

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