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No fue un accidente

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“Estados Unidos está siendo atacado por poderosas y desconocidas fuerzas”, decía alarmado el reportero.

No fue un accidente

por Ángel M. Agosto

A los verderos héroes: familia Zenón, Prieto Ventura, Ismael Guadalupe y Roberto Rabín

Lilliam Haddock tomaba un café cuando recibió en el celular una llamada del director. A su alrededor había mucho alboroto por las noticias de la víspera, en particular la confirmación de la muerte del Presidente de los Estados Unidos y de casi todo su gabinete, así como el virtual desarme de la nación. Los presentes en la cafetería, en el primer piso del The New York Times, tenían fija la atención en el noticiario. “Estados Unidos está siendo atacado por poderosas y desconocidas fuerzas”, decía alarmado el reportero. Todo era gritos y alarmas. Se citaba a algunos medios, conocidos como “prensa amarilla”, hablando de avistamientos de naves extraterrestres en distintos paises. Se decía como nota pasmosa que los demoledores y selectivos ataques contra las fuerzas armadas de los Estados Unidos alrededor del mundo ocurrieron en menos de una hora.

—¿Dónde diablos estás? Te necesito con urgencia aquí.

—¿Qué pasa? Hace apenas unos minutos que bajé a tomar café. 

—Sube. Estamos recibiendo un fax larguísimo desde Alemania que parece que tiene la clave de lo que está pasando. Son documentos de un tal James Millerson. 

De inmediato, la periodista exclamó:

—¡Ese nombre me suena!

Al llegar a la oficina del Director, dijo:

—¡Ya recordé!

—Quiero que corrobores con tus contactos en Casa Blanca.

—¿Dónde? ¡Ese lugar no existe!

—Donde sea que puedas encontrar a alguien. ¡Rápido, que vamos a sacar una edición especial!

—Veremos a quién consigo vivo.

La laureada periodista, que tras recibirse como doctora en historia en la Universidad de Oxford había optado por su aficción primaria, el periodismo, inició una investigación que en cuestión de horas desentrañaría el acontecimiento más grave de la historia de su país. 

Movió el alfil tres posiciones diagonales al frente. El ruso calculó las siguientes veintitrés jugadas. “De nada me valió el enroque”, pensó, mientras hacía retroceder al rey. Antonia, que palpaba con suavidad la margarita amarilla en su pelo,colocó la reina una casilla a la izquierda. El ruso ya se sabía en problemas. Como para distraer al oponente respecto de su esfumada estrategia, llevó el peón un espacio al frente. Ella tomó uno de los caballos y lo trasladó dos espacios adelante y uno a la izquierda. Cantó jaque mate en el instante en que sus densos ojos negros opacaron el tenue gris de los del oponente.Sintió un leve temblor en el labio inferior.  

El campeón del mundo no podía creerlo. Era la primera vez que lo vencían en treinta años, y justo en la plenitud de su gloria. 

El juego se transmitía en directo a todo el orbe, mientras millones de latinoamericanos observaban atónitos y orgullosos. “Nuestra niña le ganó a la leyenda Kaspárov”, decía el titular de Telemundo Internacional, copiado al día siguiente por The Washington Post en un cintillo de la primera plana. 

Quien mirara a Antonia desde la parte de atrás de las cámaras, pensaría que una luz amarilla intensa salía de la parte izquierda de su cabeza. Dedicó la victoria a su padre y a la causa por la que éste había muerto tres años antes del accidente. No pudo evitar que las lágrimas corrieran por el rostro de cobre. Evocó la silueta de su madre en el embarcadero, cada vez más pequeña en la medida en que la lancha se alejaba. No podía imaginar entonces que aquella sería la última vez que se verían. Habría de perder todo lo que fue su niñez: los hermanos menores, los compañeros de clase, los amigos, las playas por las que corrió descalza. Recordó las hemosas praderas de la infancia, cubiertas de margaritas amarillas. Ya no había asidero físico para los recuerdos. Desde algún tiempo antes se había arrepentido de la aceptación de la beca que la sacó del terruño querido hacia la escuela de niños aventajados. Deseó estar con los suyos en el instante final.        

Bajó del taxi e hizo el registro en el lujoso hotel usando una identificación falsa. Se impresionó con el nuevo mural del vestíbulo, que ocupaba toda la pared de fondo del atrio. Pensó en la revolución que dio nacimiento a consignas que entrañan objetivos aún no logrados por la humanidad: libertad, igualdad y fraternidad. Francia celebraría en cuarenta años el tercer centenario. Recordó que en su preadolescencia participó allí mismo de un torneo internacional de ajedrez. 

De no ser por el pelo rubio lacio, los presentes en el vestíbulo hubieran pensado que se trataba de una reina africana. Subió a la habitación con el equipaje liviano. Al quitarse la peluca frente al espejo se acarició las incipientes canas. Solo entonces se apreciaría su edad madura, a pesar de la lozanía del cutis. Se sentía incompleta sin la margarita amarilla en la sien izquierda. 

Eran las once y veinte de la mañana cuando sacó la computadora portátil y en segundos accedió a la Internet. Sintió temblar el labio inferior.

Más tarde, después de apagar el equipo, tomó un baño caliente. El atlético cuerpo tampoco dejaba ver su edad. Pensó en su esposo y en su hijo. Esa misma noche los abrazaría. 

A las doce y cuarenta y dos liquidó la cuenta en el hotel y tomó un taxi hacia el aeropuerto internacional de París. Abordó un avión con destino a San Juan, Puerto Rico. 

Cómoda en la butaca, sacó una libreta electrónica y comenzó a preparar un informe:

11:21 horas. Comunicación con la Casa Blanca, en Wáshington. 

11:32 horas. Acceso a las computadoras del Pentágono, en el estado de Virginia.

11:38 a 12:01 horas. Se establece contacto con los sistemas de computadoras de 168 bases militares en Europa, Asia, el Caribe y los Estados Unidos. Adjunto relación e itinerario.

12:12 horas. Enlace con las computadoras del FBI en Wáshington.

Sobrevolando las últimas olas del océano Atlántico repasó la declaración aún no desclasificada del almirante de la Marina de Guerra de los Estados Unidos, James Millerson. Años antes había descubierto el conjunto de documentos al acceder a los archivos computarizados del Pentágono mientras daba los toques finales a una de sus tesis doctorales en M.I.T., de Cambridge. Desde aquel momento los había incorporado a su libreta. Clasificados como “ultrasecretos”, uno de los documentos, que era parte de un diario, decía lo siguiente: 

Ya estábamos en aguas cercanas a la isla. El portaaviones, desde el cual yo comandaba, llevaba en la plataforma 114 aviones de ataque. Nos escoltaban 43 barcos y un submarino. El personal constaba de 16,000 combatientes. Los depósitos contenían combustible suficiente para 5 años sin necesidad de reabastecimiento. 

La flota del Eisenhower estaba completa y en las posiciones desde hacía una semana. Aún no se había recibido la orden para comenzar. Por razones de índole política, debía impartirla el Presidente, dada la tenaz oposición de los habitantes y los crecientes desafíos a la Armada, convirtiendo el asunto en uno muy sensitivo en el Congreso. 

Miré la fotografía que estaba al pie del fax. Evoqué a mis nietos. El recuerdo de mi familia, sobre todo cuando estaba solo y lejos de ellos, me erizaba la piel. Fue en ese instante que mi asistente indicó que tenía una llamada urgente del Misisipí

Me pregunté qué podría estar pasando en el submarino. Sabía que esa era la única nave que no se utilizaría en el ejercicio directo, por lo cual maniobraría a 350 millas náuticas desde el centro de mando. Su presencia en el área solo tenía el propósito de participar en la movilidad coordinada para asegurar las distancias concordantes.    

Al tomar el teléfono tuve un mal presagio. Desde la guerra del Golfo no había tenido esa sensación de una manera tan fuerte. Pero escuché con calma. 

No podía creerlo. Un marino de cubierta canceló un código secreto y logró acceso al puente. Había asesinado a catorce oficiales y tenía al capitán esposado. Pedía el retiro de toda la escuadra Eisenhower de las aguas cercanas a la isla, por la seguridad de la flota, según decía. El marino estaba manipulando los archivos de control nuclear de los sistemas cifrados de las computadoras. 

Al preguntar me dijeron que el marino se identificó como Ralf Raison, lo que confirmó mi sospecha. 

Atrapado en una situación tan grave, impartí la orden de retirada inmediata. No había tiempo para disparar al submarino, amén del peligro mayor que ello entrañaría. Maldije el haberme dejado presionar por mi esposa. Siempre supe que mi sobrino político no hubiera podido  pasar, sin mi intervención, los exámenes sicológicos para entrar a la Armada. Había sido dañado en su niñez por los cuentos fantasiosos del abuelo en torno a aquellos encapuchados de hábitos blancos que existieron en los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo pasado. Un genio desde pequeño, su inteligencia era opacada por el fanatismo político. 

Esta parte del diario del Almirante Millerson había sido clave en el dictamen del tribunal militar, proceso que nunca se consignó en los libros de historia. Antonia cerró la libreta, pues conocía muy bien la sentencia. Además, el avión estaba próximo a aterrizar.

Aún tuvo tiempo para rememorar el instante en que recibió elogios de parte del panel examinador al aprobar sus tesis. Era la primera persona en I.M.T. que recibía dos doctorados simultáneos, uno en matemáticas y otro en astrofísica. Sus hallazgos sobre la posibilidad de viajes cibernéticos a través del tiempo constituían una puesta al día de una hipótesis de Einstein formulada un siglo antes, la constante cosmológica. Se trataba de una teoría que afirmaba que una fuerza anti gravedad mantenía el universo en equilibrio. Rechazada por el propio Einstein dos décadas después de formulada, Antonia la replanteaba a la luz de los hallazgos que tuvieron lugar a partir del desarrollo de las nuevas generaciones de telescopios electrónicos.  

Nadie en el panel examinador sospechó que ella se había reservado tres capítulos de una de las tesis, relativos a la penetración de todo sistema de claves de los modelos computadorizados conocidos, mediante el uso de un modelo matemático de su propia autoría. Sus investigaciones en los archivos secretos del pentágono, viabilizadas por uno de sus profesores que también era asesor del Secretario de la Defensa, le permitió conocer información vital para la elaboración de esos tres capítulos. En ellos sostenía que mediante una involución de parámetros se podrían redirigir los sistemas de misiles nucleares hacia objetivos predeterminados, incluyendo el propio punto de partida.Pensaba que “en algunos años esa información sería vital para los objetivos superiores de la humanidad”. 

—De qué parte de Puerto Rico es usted? — inquirió uno de los profesores del panel, quien pensó que mejor hubiera preguntado por qué nunca sonríe. 

—Me crié en Canóvanas, un pequeño pueblo al Este de San Juan. —Mientras hacía el comentario se preparaba mentalmente para contestar preguntas relativas a su verdadero lugar de nacimiento, pero no fue necesario. Lucía una blusa de franela blanca cerrada en la nuca, la cual cubría el delgado cuello, y una margarita amarilla en la sien izquierda. La cadena fina de plata dejaba caer sobre el pecho una medalla pequeña, ovalada, con un escudo de fondo verde a relieve. 

—Le pregunto porque es excelente su inglés, tanto en la redacción como en la expresión verbal.

—Tuve buenos profesores en mis primeros años de escuela. —Al contestar, le tembló levemente el labio inferior. No pudo evitar el recuerdo cariñoso de dos de sus primeros maestros, Ismael Guadalupe y Roberto Rabín. 

—También domina el francés a perfección —acotó, mientras todos se levantaban, otra miembro del panel examinador y anterior profesora de química de la joven.

Antonia no se enteró sino hasta llegar a San Juan, de que minutos después del despegue del avión, la cadena de noticias CNN había transmitido desde Atlanta un boletín urgente. Dicha noticia indicaba que una serie de explosiones destruyeron la Casa Blanca y varios de los edificios aledaños, desconociéndose el paradero del Presidente y de los cientos de funcionarios que allí trabajaban.

En los siguientes minutos se transmitieron boletines sobre bombardeos a instalaciones de las fuerzas armadas norteamericanas en todo el mundo. Se dijo también que el Pentágono quedó destruido por lo que parecía ser un proyectil de alcance medio. Hasta donde se había podido determinar, los ataques ocurrieron en secuencia, en menos de una hora. 

Un portavoz informó que a las doce y doce minutos de la tarde se recibió en las oficinas del FBI en Wáshington un mensaje por la Internet cuyo contenido era de una sola palabra: Bieke. “Los analistas del FBI no han querido revelar qué relación pudiera tener esta palabra con la emergencia. Esta es la peor crisis militar y política de nuestra historia”, dijo el reportero.

Pero Lilliam Haddock, la periodista de The New York Times, fue más lejos en su investigación. Después de consultar a varios historiadores y verificar con los sistemas informáticos descubrió que “Bieke” se refería a Vieques, una olvidada isla de diez mil habitantes que existió hasta principios de siglo anterior al Este de Puerto Rico. Dicho lugar desapareció debido a un accidente nuclear provocado por un sumergible de la Marina de Guerra antes de ésta ser desmantelada por el Congreso. En aquel entonces la versión oficial fue que el desmantelamiento obedecía a reajustes en el presupuesto militar tras la culminación de la “guerra fría” a principios de los noventa. 

Al llegar a San Juan, Antonia tenía el pensamiento puesto en el viejo Alfonso Beal. Desde Berlín el anciano rebelde habría de enviar por fax, a un rotativo en Nueva York, los documentos secretos del Pentágono. El antiguo líder de los Comandos Armados de Liberación quizo hacerlo él personalmente, a pesar de su avanzada edad, como una última acción en su larga vida revolucionaria.                                                  

—Lilliam, asegúrate de incluir los nombres y cargos específicos de cada uno de los funcionarios que te confirmaron.

—¿Cómo será que estos tráfalas…? —Ella parecía no escuchar al director, inmersa en volúmenes de documentos.

—¿Escuchaste?

—¿Qué…? Ah, sí. ¿Cómo es posible que estos hijeputas hayan ocultado esto por casi medio siglo?

—¡Adiós! ¿Olvidaste lo de Kennedy? Muy claramente lo expones en tu libro, que te valió el Pulitzer, El asesinato de un presidente.

Lilliam evocó su trabajo investigativo de veinte años antes. No fue sino hasta el 2030, cuando desclasificaron los documentos, que se supo la verdad completa. Se confirmó entonces que esa muerte ilegal fue el resultado de una conspiración gigantesca. Al juramentar Jonhson, según se denunció en el explosivo libro, lo que ocurrió fue un golpe de estado. Y esa conspiración involucraba a la CIA, a altas esferas de las fuerzas armadas y a la oficina del Vicepresidente, financiados en parte por los furibundos comandos anticastristas que existían en esa época. 

—Tampoco podemos olvidar la presencia de los intereses económicos armamentistas. 

—Las compañías fabricantes de armas a quienes interesaba expandir la guerra de Vietnam, de donde Kennedy quería salir…

—Así mismo. Además…

—Si me vas a dar clases de historia no olvides mencionar que también asesinaron a todos los testigos que tendían a desmentir que Lee Harvey Oswald fue el único francotirador y contradecían las conclusiones de la Comisión Warren. Tampoco olvides el papel sumiso de la prensa, incluyendo este mismo periódico que diriges. 

—¡Ah, pero yo no era el director! Todo eso está contenido en unos documentos que estuvieron clasificados por setenta y cinco años.

—Y estos documentos que tengo en mi poder todavía debían ser secretos por veinticinco años más. 

—Veintiocho, para ser exacto.

—¿Por qué razón? ¿La seguridad nacional?

—Eso es así.

—¿Es decir, que en aras de la seguridad nacional, se jodió este país?

—Paradojas de la historia. Tú bien lo dices en el libro: casi se desgarra la nación por la guerra de Vietnam.

La primera plana de la edición especial vespertina del The New York Times diría: VIEQUES: NO FUE UN ACCIDENTE. El artículo lo firmaba Lilliam Haddock. Casi al instante la información se pudo leer en el mundo entero a través de la página de internet del periódico, con los textos completos de los documentos del Almirante Millerson y las sentencias del tribunal militar. 

Antonia desayunaba con su familia en un restaurante a orillas del mar en el barrio Las Croabas, en Fajardo. La mesa estaba en una terraza tablada cuyo extremo se extendía sobre las aguas atlánticas terminando en una baranda hecha de maderos viejos. Escuchaba una conversación que sostenía un padre con su hijo, en la mesa vecina.

—Papi, ¿es verdad que por allá había una isla?

—Si, hijo. Pero era lijeramente más al Sur, por acá. —Dijo, mientras señalaba con su dedo más a la derecha, hacia el horizonte. —Fue destruída por una bomba nuclear lanzada desde un submarino.

—¿Por eso es que los árboles de aquí están tan quemados?

—Sí. Es producto de la radiación que afectó esta área. Pero eso fue hace medio siglo, hijo. 

La lágrima bajó por la mejilla de Antonia y pareció un fogonazo al ser tocada por un rayo de sol. No podía controlar el movimiento del labio inferior. Acariciaba la medalla ovalada que caía sobre el pecho, con el escudo verde de Vieques a relieve. Como una centella, se levantó y caminó hacia la baranda, donde el azote de las olas mojaba parte del tablado. Sin quitar la vista del punto hacia el que había señalado el padre, tomó la margarita amarilla de su pelo y la arrojó al mar. Pensó que nunca más luciría este adorno.  

(Nota necesaria: Este cuento fue escrito en 1999, aunque pensado en 1969. Pocos imaginaban entonces que el nuevo siglo traería para los viequenses un esplendoroso triunfo en su lucha contra la poderosa Marina de Guerra de los Estados Unidos. “No fue un accidente” es parte de la colección de cuentos El hombre del tiempo, publicado en 2004.)

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