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Virginia Woolf cruzó los abismos entre ensayo y narración

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Marta Aponte

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Virginia Woolf cruzó los abismos entre ensayo y narración, entre el diario personal y la distancia crítica, al extremo de que en sus libros los géneros literarios se deshacen como se derrumban las barreras entre géneros sociales a la luz de una conciencia honesta. Dejó notas de su lectura de autores rusos en “The Russian Point of View”, un ensayo breve escrito en movimientos alternantes. Primero advierte sobre la imposibilidad de afirmar que el lector inglés conoce la literatura rusa, si, como ella misma, solo es capaz de leerla en traducciones. De inmediato admite una excepción: los grandes escritores. Dedica párrafos a Chejov, Dostoievski y Tolstoi con afinación de los sentidos, como el ave que ve más tonos o el perro que detecta un remolino de olores humanamente imperceptibles. Imposible resumir sus comentarios, el recuerdo los empobrece. Sin embargo, el “síndrome Facebook” se me impone. En Chejov percibe un refinamiento ajeno a las cerradas tramas victorianas; en Dostoievski el remolino de algo llamado alma; en la mirada de Tolstoi – a quien no se le escapa un detalle, ni un sentimiento, ni un pensamiento, “el más grande de los novelistas”- la alegría del conocimiento de la vida que, no obstante, por su misma sutileza, se vuelve ominosa. El párrafo final da otro giro: la difícil admisión de los prejuicios localistas de la crítica, esas cegueras que nos cuesta reconocer a los mortales carentes de genio: “But the mind takes its bias from the place of its birth, and no doubt, when it strikes upon a literature so alien as the Russian, flies off as a tangent far from the truth”.

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